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miércoles, 25 de marzo de 2015

SAN IGNACIO DE LOYOLA (21)

LIBRO IV
EL FUNDADOR DE ORDEN RELIGIOSA
Capítulo Decimonoveno
LA PROMULGACIÓN DE LAS CONSTITUCIONES 
(1553 — 1556)

     A los sesenta años Ignacio de Loyola era un hombre gastado. La inteligencia era la misma, la voluntad en toda su fuerza, pero las fuerzas corporales desfallecían, y cada día más. Una vez acabadas las Constituciones, el fundador no tardará mucho en ir descargándose gradualmente del fardo de los negocios. En 1552, Jerónimo Nadal comienza su gira de promulgador de las Constituciones; será elegido en 1554 Vicario General de la Compañía, y el mismo año, Francisco de Borja será nombrado Comisario general para España. En 1555 Pedro de Rivadeneyra irá con una misión a los Países Bajos. Sin embargo Ignacio no se desinteresará de su Orden. Por ardientes que sean sus suspiros por la Jerusalem celeste, será hasta la hora de morir, un soldado de la Iglesia militante.
     Redactadas las Constituciones, era preciso notificarlas y ponerlas en práctica. Para este importante trabajo, Ignacio escogió a un hombre que gozaba de toda su confianza: Jerónimo Nadal.
     Nadal ha referido él mismo la curiosa historia de su vocación. (1) Este mallorquín había conocido a Ignacio en Alcalá y en París, pero sin trabar amistad con él; más aún rehusó los avances que le hicieron en París Fabro, Laínez y el mismo Ignacio. De vuelta a su país, después de haber recibido los grados académicos de Teología y el sacerdocio en Aviñón, tardó varios años sin poder encontrar la paz ni la salud. Una carta de Javier, que desde las Indias lanzaba un grito de llamada a los hombres instruidos de las Universidades de Europa, lo trastornó hasta el punto de que inmediatamente emprendió el viaje a Roma. Domenech, su amigo de París, lo presentó a Ignacio. Los Ejercicios Espirituales transformaron su alma y fijaron y su destino, después de una época tempestuosa de incertidumbres y rebeliones. Este hombrecillo, vivaracho y resuelto, de una inteligencia penetrante y rápida, sólidamente instruido, listo para los negocios, devorado por el celo del bien, fue un jesuíta eminente. Los trabajos más humildes no le repelían, se adaptaba sin pena a los más imprevistos y se equiparaba a los más difíciles: fue un hombre de oración, de estudio y de acción y profundamente unido al Jefe de la Compañía de Jesús.
     El 25 de marzo de 1552, hizo su profesión en Roma en manos de Ignacio. Pronto comenzó su gira por toda Europa, con el Código en la mano, que debía regir desde entonces a la Compañía de Jesús.
     En aquel tiempo los viajes eran un rudo trabajo; por mar fácilmente se convertían en una epopeya de episodios imprevistos; por tierra, ya se los hiciese a pie o a caballo, eran empresas largas y fatigantes, para las que la paciencia era tan necesaria como las fuerzas corporales. Acerca de la gira de Nadal tenemos la mayoría de sus cartas a Ignacio de Loyola (2). Son relatos minuciosos, a veces de cuarenta o cincuenta puntos, en los que sólo los hechos importan; de sí mismo, el relator no dice casi nada, y mucho menos divaga con una crónica divertida. Pero sus rápidas notas de negocios nos hacen penetrar en lo más vivo de los hombres y las situaciones. De ellas, Polanco pudo sacar un relato claro y ordenado de toda la expedición de Nadal. (3)
     Esta duró varios años. Una primera expedición llevó al viajero a Sicilia, España y Portugal (10 de junio de 1552 a 22 de septiembre de 1554). En una segunda del 15 de febrero a diciembre de 1555, recorrió Alemania, Austria e Italia. Estaba provisto de una patente del General que establecía sus poderes, y le daba instrucciones diversas para su gobierno, sin hablar de algunas patentes en blanco, firmadas y selladas con el sello de la Compañía. (4) Polanco por su parte, no dejaba de avisar a los rectores de las casas que había de visitar las grandes cualidades intelectuales y morales del Comisario enviado para su inspección (5). En ninguna parte desmerecerá de los elogios de Polanco; todos notarán en él una viva inteligencia, vastos conocimientos, abnegación a toda prueba, espíritu de decisión, religión profunda y un ardiente amor por el Instituto.
     Cuando salió de Roma a principios de 1552, Nadal llevaba consigo el texto de las Constituciones aprobado por la primera congregación de profesos. En septiembre de 1553, recibirá en Lisboa un texto corregido en algunos lugares, y cierto número de reglas formuladas para los diversos empleos. Con estas leyes en la mano, por doquiera que pasaba, su norma de trabajo era la misma. Reunía a la Comunidad todos los días, y durante una hora explicaba y comentaba los puntos más importantes de las Constituciones. Veía uno por uno a todos los religiosos, a quienes interrogaba diligentemente a fin de poder enviar a Roma una lista exacta del personal de cada casa, pero sobre todo para conocer el valor de cada uno. Tenemos aun los cuestionarios (7) de que usaba y los especímenes de sus catálogos, en los que al lado de cada nombre, hay una notita acerca de sus aptitudes. (8) En las conversaciones confidenciales con los religiosos, el visitador esclarecía todas las dudas sobre el sentido de la ley que promulgaba; alentaba, consolaba, dirigía, con la claridad de un hombre de experiencia y la bondad de un padre. Más aún que sus exhortaciones públicas, sus conversaciones familiares formaban a todos un alma común, y a todos Nadal comunicaba el espíritu que le inspiraba y le gobernaba a él mismo. (9)
     Acabada su visita estaba ya en disposición de dar a conocer fielmente al fundador el estado de su familia. Finanzas, estudios, disciplina religiosa, opinión del clero y de los habitantes de las ciudades donde vivían los jesuítas, conveniencias o inconveniencias de los colegios aceptados, probabilidades de nuevas fundaciones, apoyos o contradicciones que había; el Comisario lo veía todo con criterio seguro. Por las relaciones fieles de su enviado, Ignacio veía también las cosas, casi como si él en persona hubiera hecho el viaje a Alemania, Italia, Sicilia, España o Portugal.
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     Fue como ya hemos dicho, por Sicilia, por donde Nadal comenzó sus visitas. Conocía a fondo el país. Desde abril de 1548 había trabajado allí como un verdadero apóstol, en pleno acuerdo con el virrey Juan de Vega, el gran amigo de Ignacio. Al volver a su dominio de acción, en la primavera de 1552, se detuvo algunos días en Napóles, donde Bobadilla era rector. Este poderoso obrero apostólico era un muy mediano superior. Nadal lo reemplazó por Salmerón, mientras que Bobadilla partió para Salerno donde el Arzobispo lo llamaba para que evangelizara a su pueblo. (10)
     Llegado a Messina el 10 de junio de 1552, el Comisario vio con gran satisfacción que allí se hacía el bien eficazmente. Las predicaciones del P. Benito Palmio y del P. Felipe Cassini, la acción del P. Cornelio Wishaven y las clases del Colegio, renovaron en la ciudad la fe y las buenas obras. Signo muy característico: unos seglares celosos emprendieron la conversión de las cortesanas. La escasez de 1551 había traído una gran hambre. Nadal fundó un monte de piedad, erigió una congregación para huérfanos, reorganizó el hospital. Pero claro está, sus mejores cuidados los encaminó a los Padres y hermanos, once novicios, que vivían allí (11). En Palermo el Comisario añadió a las clases del Colegio una cátedra de griego. El mismo dio una clase de hebreo durante su estancia. El Colegio tenía 300 alumnos. El Rector explicaba los domingos la Epístola a los Romanos. Pedro de Rivadeneyra, que no era aún sacerdote, predicaba también todos los domingos. Había en la casa siete novicios, y Nadal inflamaba a todo el mundo. Su celo allí también le hizo fundar un monte de piedad, ocuparse de la libertad de 500 prisioneros y de la visita a los enfermos y los pobres. Juntó un Colegio de sacerdotes a la casa de los huérfanos, reformó algunos monasterios, y sustituyó a Rivadeneyra en la predicación de los domingos, cuando éste partió para Roma. Nada descuidó para arreglarlo todo conforme a las Constituciones. (12)
     Vuelto a Roma a principios de marzo de 1553, el Comisario trató largamente con Ignacio; el 10 de abril, estaba nuevamente a caballo camino de Génova, en donde se embarcó el 17, y el 5 de mayo llegaba a Barcelona. El 19 partió para Valencia, y luego para Alcalá. Estando allí, graves noticias le hicieron partir rápidamente para Portugal.
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     En Portugal las circunstancias eran muy delicadas. La Compañía debía su nacimiento en aquella nación a Simón Rodríguez. La Corte de Lisboa y la familia real estaban por decirlo así en sus manos; tan grande era su autoridad. En ninguna parte el favor de los príncipes para la Orden naciente había sido más señalado y eficaz, y en ninguna parte el desarrollo de la Compañía fue más rápido y más poderoso. La Provincia de Portugal contaba en 1552 con cerca de ciento cuarenta jesuitas, y hubiera tenido el doble, si todos los candidatos hubieran perseverado. Los Colegios de Coimbra y Evora estaban florecientes, y en las posesiones lejanas de ultramar, en Africa, en las Indias, en el Japón y en el Brasil, los misioneros hacían brillar a un mismo tiempo el esplendor del Evangelio y el poder de Juan III. Simón Rodríguez era el centro de este movimiento, que en cierto modo procedía de él.
     Bajo aquella prosperidad efectiva se ocultaba sin embargo un mal (13). Simón Rodríguez se había mezclado demasiado a los negocios de la Corte, y él y algunos de los suyos habían perdido un poco del cuidado de una vida rigurosa y mortificada; los lazos de la disciplina estaban un tanto relajados; padecía la obediencia, pues los inferiores no se medían en decir a los superiores en su cara: “hace usted mal; no debía mandarme hacer tal cosa”.
     Ya se adivinan las consecuencias. Después de haber tomado su tiempo y puesto algunos preliminares, que no son de este relato, Ignacio relevó a Simón Rodríguez de su cargo y lo envió a gobernar Aragón. Rodríguez sometiéndose en el momento mismo en que recibió la carta de Roma (4 de mayo de 1552), se recobró al día siguiente; se fue a Coimbra (18 de mayo) y finalmente se refugió en San Fins (22 de mayo) cerca de Lisboa, para reflexionar y descansar; no salió sino hasta el l° de agosto para Barcelona. (14)
     Durante aquellos tres meses, sus partidarios tuvieron tiempo sobrado para enardecerse. Que lo quisiera o no, su actitud era para los jóvenes religiosos una invitación a la revuelta. Cuando volvió de Medina del Campo el P. Diego Gómez, que había acompañado allá a Simón, se le metió en la cabeza fomentar en la Compañía de Portugal una revolución: Ignacio, decía, no es más que un ambicioso, el matrimonio de la heredera de Loyola con Juan de Borja lo demostraba ampliamente; pero los grandes estaban allí para sostener la causa de Simón y volverlo si era preciso a Portugal. Gómez salió al fin de la Orden y otros le siguieron. Miguel de Torres, nombrado visitador desde enero de 1552 llegó a Portugal, (15) exhortó a los buenos, tranquilizó a los inquietos, y puso a los recalcitrantes en la alternativa de escoger entre Simón o Ignacio (16). Unos treinta salieron, o voluntariamente, o fueron despedidos de la Orden. Estas salidas amotinaron a la Corte, los Grandes, el Clero, Coimbra, Evora y Lisboa. Entre los partidarios más determinados de Simón Rodríguez figuraban el duque de Aveiro y el duque de Braganza. En medio de estas turbaciones llegó Nadal a Portugal.
     Felizmente, León Enríquez y Luis González de Cámara eran gratos en la Corte. La nobleza de sus orígenes y sus virtudes les daban crédito. Tuvieron el valor de hablar claro al rey. Juan III acogió más tarde a Torres y después a Nadal, con la misma bondad que había acogido a Mirón. La mayor parte de los religiosos de la Provincia de Portugal eran, gracias a Dios, fieles a su vocación. Los vacilantes se afirmaron. Y en cuanto a los fugitivos y expulsos, en vano intrigaron cerca de los grandes del reino y aun hablaron de establecer una Orden nueva, rival de la de los jesuítas; todo aquel ruido se desvaneció. Nadal trató de representar a los jefes de los turbulentos su locura, y usando de misericordia les ofreció el que volvieran a la vida religiosa en otra parte, lejos de Portugal, pero nada obtuvo. El hijo del duque de Braganza fue uno de los raros, entre los partidarios de Simón, que consintieron en ir a estudiar a Alcalá.
     Y si aquellos alocados habían esperado encontrar algún favor en la familia real, un acontecimiento insignificante les demostró pronto cuán vanas eran sus esperanzas. (17) Juan III determinó dar a la Compañía de Jesús, para que estableciera un casa profesa, la iglesia de San Roque y la casa contigua, que pertenecía a una cofradía de artesanos. El primer domingo de octubre de 1553, el príncipe se presentó en San Roque, con los infantes y los señores de la Corte. El pueblo se agolpaba detrás del noble cortejo. En el santuario esperaban el Arzobispo y todos los jesuítas de Lisboa. Predicó Francisco de Borja y dijo la Misa el P. Nadal. Tres profesos, dos coadjutores espirituales, dos coadjutores temporales, dos escolares y dos novicios hicieron sus votos. La iglesia estaba radiante y piadosa. Con un apostrofe elocuente, Borja exhortó a sus hermanos a hacer de todo corazón el sacrificio de sí mismos, y ellos al escucharlo debieron concebir el deseo de ser tan enteramente de Dios, como lo era el Santo duque de Gandía. Durante el sermón y en el momento de subir al cielo las palabras de los votos, todo el mundo lloraba. Juan III estaba profundamente conmovido. Al escribir a Ignacio en detalle la conmovedora ceremonia, Nadal escribió justamente: “¡Que Dios sea bendito!” (18)
     En febrero se abrieron en Lisboa tres clases de gramática, con unos 230 alumnos. (19) El favor de don Pedro Mascareñas, de los magistrados de la ciudad y del soberano, permitió a Nadal arreglar definitivamente el Colegio de San Antonio. A las cinco clases de gramática reglamentarias, se añadió un curso de moral. El 18 de octubre de 1553 se celebró la apertura de los cursos, con discursos, versos y una disputa pública. El Arzobispo de Lisboa, obligó a todos los curas a seguir el curso de moral, bajo pena de multa. Ya en 1554 el colegio tenía 500 alumnos. (20) La fundación de San Roque y de San Antonio probó a todos que aun después de la partida de Simón, la Compañía seguía siendo en Lisboa lo que fue desde su primer día: un puñado de apóstoles, entregados a Dios y muy amados del rey Juan.
     En Evora y en Coimbra, el nuevo Provincial P. Mirón, y el Comisario de Ignacio, Nadal, encontraron lo mismo que en Lisboa la mejor buena voluntad. El Cardenal Infante Don Enrique, hermano del rey Juan III, había edificado en Evora un magnífico Colegio. Hizo a Nadal y a Mirón el más confiado acogimiento y arregló con ellos los detalles de la fundación; en su presencia tuvo lugar la apertura de las clases el 29 de junio de 1553 con tres profesores de gramática y un maestro de casos de conciencia y doscientos alumnos. (21) En Coimbra ya hacía seis años que estaba fundada una casa, por la munificencia de Juan III. En 1553, y a pesar de las dificultades producidas por el caso de Rodríguez, ya había en el Colegio numerosos profesores que formaban muchos alumnos. Francisco de Borja pasó por allí en el mes de agosto, como un ángel del cielo. Sus ejemplos y su palabra inflamaban los corazones. La visita de Nadal puso el colmo a las buenas disposiciones de todos. El Comisario escribió a Ignacio cuán satisfecho había quedado del fervor de los jesuitas que habían permanecido fieles, santificados por el fuego de la prueba y deseosos de toda perfección. (22)
     En España la Compañía contaba entonces con 12 casas y 138 religiosos. (23) Cuando Nadal llegó a Barcelona, los cuatro jesuitas que allí se encontraban habían comprado una casa y comenzado una Iglesia. El Obispo Jaime Cazador era favorable; la parroquia vecina al Colegio se inquietó, apoyándose en el favor del gobernador y de un antiguo documento de 1320. Nadal en una reunión propuso un concordato, mientras los trabajos continuaban. En Valencia pasó el tiempo justo para apercibirse que todo estaba por hacer para el futuro Colegio. (24) Saliendo de Portugal para continuar su jira por España, visitó el incipiente Colegio de Córdoba (diciembre de 1553) y nombró allí rector al P. Antonio de Córdoba, novicio aún y de 26 años. Pasando por Toledo, presentó sus respetos al Arzobispo Silíceo, que encontró muy fino, pero tan enemigo de los jesuítas como antes. (25) El 6 de febrero de 1554, llegó a Alcalá. Francisco de Borja y Araoz salieron a su encuentro. La concordia de estos tres grandes hombres facilitó el arreglo de todos los asuntos. La presencia de San Francisco de Borja puso en conmoción a toda la ciudad y toda la Universidad. Asistió a una lección de Teología del P. Mansio, dominico. Después de algunas breves explicaciones sobre la materia ordinaria de su curso, el profesor cerró su libro e hizo un discurso sobre la excelencia de la elección que había hecho el Santo, prefiriendo los bienes celestes a los de la tierra. El entusiasmo fue indescriptible. (26) El 5 de marzo, Nadal estaba en Valladolid, y allí trató con el P. Araoz y el conde de Monterrey de la fundación de un Colegio en Compostela. El 20 partió para Salamanca, cuya Universidad daba a la Compañía excelentes reclutas. El 6 de abril a una con todos los profesos españoles (Araoz, Torres, Estrada y Borja) a los que se unieron los PP. Bustamante y Villanueva, el Comisario decidió la división de la Península en cuatro Provincias: Castilla, Andalucía, Portugal y Aragón. San Francisco de Borja sería el Comisario general con autoridad sobre los cuatro Provinciales. (27)
     Con ocasión del matrimonio del príncipe Felipe con la princesa María Tudor, Nadal pensó en introducir la Compañía en Inglaterra. El príncipe fue preparado por el P. Araoz; y San Francisco de Borja respondió que era necesario, antes de decidir nada, conocer exactamente el estado de aquel país. (28)
     El asunto del capelo cardenalicio, que el Papa quería dar a Borja, fue ocasión de repetidas conversaciones con San Francisco, en Tordesillas. Nadal insistió con fuerza, porque el antiguo duque de Gandía rehusase tal honor. (29) Después pasando por Burgos y Oñate, fue a visitar el castillo de Loyola, del que no refiere nada, sino que vio con pena que estaba convertida en cocina la pieza donde nació Ignacio. (30) Por Zaragoza y Cuenca se dirigió en seguida a Valencia y Gandía. De retorno a Barcelona, se embarcó por fin el 29 de septiembre para Roma, donde llegó hacia la mitad de octubre. (31)
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     El feliz éxito de la misión de confianza que el Comisario había llevado a cabo con satisfacción de todos, determinó al fundador a tomar una medida de la que parece ser que la iniciativa partió de los consultores. Los asuntos del gobierno se hacían cada vez más absorbentes y la salud de Ignacio cada día más precaria. Por ello los consultores le sugirieron escogiese un Vicario General. Ignacio aceptó en principio y decidió proceder a la elección. Puso a toda la casa en oración, durante tres días. Los hermanos coadjutores eligieron a cuatro sacerdotes que los representaran en la elección, y todos los presentes en Roma se reunieron en Asamblea; eran treinta y cuatro, y treinta y dos dieron su voto a Nadal. (32) Era el l° de noviembre de 1554, y a partir de ese momento Nadal tomó una gran parte en el gobierno de la Orden.
     En enero de 1555, una circular recordó en todas las casas de Italia que cada uno debía de hacer con mayor devoción que de costumbre las oraciones ordenadas para cada mes, por la conversión de Inglaterra y de Alemania. El envío de un legado a la dieta de Ausburgo podía ser de grande importancia para la religión. Por Motu propio, el Papa ordenó que dos jesuitas acompañaran al Cardenal Morone, y fueron designados como teólogos del Legado los PP. Laínez y Nadal. (33) Laínez estaba en Genova y fue avisado, e Ignacio dijo a Nadal que aquel viaje serviría también para promulgar las Constituciones y arreglar todos los asuntos de la Compañía en Alemania. Viola, Comisario para Italia, debía ser enviado a Polonia, y la misión de Nadal se extendió a Italia. (34) Las patentes que lo acreditan como “visitador en Italia, Austria y otras regiones” llevan la fecha del 18 de febrero de 1555; y a ellas se añadían ciertas instrucciones. Ignacio de Loyola tenía sobre todo dos preocupaciones: reclutar alumnos y recursos para el Colegio Germánico; desarrollar el Colegio de Viena y ver qué se podía hacer en Ausburgo, Ingolstadio y Bohemia. El General de la Compañía ya había abordado todas esas cuestiones con los embajadores del Rey de Romanos cerca del Papa y los secretarios del duque de Baviera llegados a Roma para un cambio de opiniones con el Cardenal de Truschess. A Nadal tocaba examinar las cosas en su propio lugar y las posibilidades de alguna conclusión. Si se presentaban otros problemas que resolver, el Comisario proveería conforme a su celo y prudencia; y además por cartas se podría poner de acuerdo acerca de la conducta a observar. El P. Laínez, teólogo también del Cardenal Morone, quedaba asociado al P. Nadal en la confianza de Ignacio y en el cargo de Comisario; unidos o separados, los dos tienen plena autoridad. Pero valía más que Nadal se encargara del viaje a Viena y de la visita a los Colegios de Italia. (35)
     Salido de Roma el 16 de febrero, Nadal se unió a Laínez en Florencia, y ambos por Bolonia y Trento se dirigieron a Ausburgo a donde llegaron el 24 de marzo de 1555. Tres días antes, el Cardenal Morone sabedor de la muerte de Julio III, había partido para el Cónclave. Quedándose solos los dos jesuítas, vieron al Rey de Romanos, quien les hizo una recepción muy amable y los remitió al Obispo de Laybach, Urbano Weber, capellán de la Corte, a fin de que arreglaran con él las obras que trataban de emprender. Weber desde el primer momento se mostró lleno de confianza y de ardor por el bien. El primer contacto prometía mucho. (37) El P. Pedro de Soto, de la Orden de Santo Domingo y confesor de Carlos V, no había aún salido para Inglaterra, a donde le llamaba el príncipe Felipe, y a Nadal y Laínez les explicó a fondo sus miras sobre la situación de Alemania. En cuanto al duque de Baviera, había ya manifestado a Morone su deseo de que uno de los Padres visitadores se diera bien cuenta de la situación de Ingolstadio. Si la partida de Morone arrastró a Laínez, Nadal en cambio se quedó, porque tal era el parecer del Nuncio Delfino y del Obispo de Laybach.
     Apenas seis días llevaba Nadal en Alemania, y ya su corazón estaba penetrado de compasión y desbordante de celo. Nacido en un país en donde el protestantismo era desconocido, la miseria de esos pueblos, entregados casi sin defensa a los ataques de los herejes, le conmovió profundamente; y su alma se deshacía en ardientes deseos de trabajar, de sufrir y de morir si era necesario, por la salvación de aquellos infortunados. Los luteranos eran emprendedores. Se decía que habían impreso o estaban por imprimir libros en griego, para difundir sus doctrinas diabólicas hasta los pueblos orientales. Pero el Señor, dice Nadal, confundirá sus orgullosos designios y la Compañía será el instrumento del Señor. Desde el primer momento este hombre diligente y resuelto formará un plan de acción que presentará al General de la Compañía. Hacía ya mucho tiempo que no había religiosos en Alemania, porque los alemanes no son inclinados a esta vocación; no había que contar con socorros financieros de los prelados y de los príncipes para sostener el Colegio Germánico de Roma; y los Obispos no pensaban sino en buscar colaboradores para sus Parroquias. Pero ¿cómo formar a éstos? Multiplicando en aquella nación los Colegios de la Compañía, aun si cada uno de ellos no pudiere sostener sino un pequeño número de estudiantes jesuítas. La Compañía tendría la dirección espiritual e intelectual; así llegaría su acción a un gran número de estudiantes externos, y más tarde aquellas casas podrían llegar a ser enteramente suyas. Así razona Nadal en la primera carta que de Ausburgo escribe a Ignacio de Loyola. (38) Mientras espera que el porvenir venga en ayuda de la realización de estos proyectos, los expone y los inculca al Nuncio, a quien convence de la utilidad de su plan. Habla con los católicos a los que anima; habla también con los herejes a quienes infunde recelo sobre su falsa religión, y con el Rey de Romanos, con quien trata de la fundación de un Colegio en Praga. Durante toda la Semana Santa, confiesa a españoles e italianos; y al fin, después de Pascua, envía al Colegio Germanico 48 alumnos que ha reclutado (39).
     Antes de partir para el Cónclave, el Cardenal de Ausburgo Othón de Truschess rogó al Comisario que hiciera en su nombre una inspección en la Universidad de Dilinga. Animado a esta visita por el Nuncio Delfino y el Obispo Weber, Nadal hizo el viaje. En Dilinga el rector y los profesores hicieron a Nadal un recibimiento cortés. Conformemente a las órdenes recibidas de Truschess, el visitador inspeccionó todo: las clases, los reglamentos y el personal. Durante cuatro días asistió a discusiones escolásticas en las que tomaba la palabra. Los alumnos eran dóciles y se confesaban cuatro veces por año; serian unos doscientos poco más o menos y todos externos. Los que eran sostenidos por el Cardenal, se confesaban mensualmente. Había ocho profesores; hacían falta dos profesores de Teología, uno de filosofía uno de Griego y otro de Hebreo. Nadal quedó encantado de todo lo que vio y oyó. Estaba convencido de que entre las manos de los jesuitas esta Universidad adquiriría gran desarrollo y de que la Compañía podría poco a poco tomar a su cargo toda la enseñanza y que de allí saldría gran número de vocaciones. (40)
     Canisio era la esperanza y la fuerza de los buenos Prelados y los buenos católicos de Alemania. Hacía apenas diez años que había entrado en la Compañía y había llevado a cabo un trabajo prodigioso. Su saber, su virtud y su celo, habían bastado a todo. Cuando volvió de Trento a donde había asistido en calidad de teólogo del Cardenal de Ausburgo, el duque de Baviera lo había llamado a Ingolstadio, para renovar la Universidad. Unido a Claudio Jayo, tuvo gran éxito (1550-1552). El Rey de Romanos Fernando, por consejo de su confesor el Obispo de Laybach, llamó a los jesuitas a Viena. Allá fueron el P. Lanoy y ocho de sus hermanos. Jayo fue el primer Rector. A su muerte (6 de agosto de 1552) Lanoy le sucedió. Canisio que llegó después se hizo el apóstol de las campiñas, de la Corte, del pensionado de nobles que fundó, de la Universidad de la que fue nombrado decano (1553) y que reformó, y finalmente de toda la diócesis de Viena, a la que administró por un año (1554-1555).
     Para combatir a los libros heréticos que infestaban al Austria, el Rey de Romanos había pedido a Jayo tres libros: una Suma Theológica, destinada a los estudiantes de la Universidad; un manual de Moral y de instrucción para los sacerdotes, y un Catecismo para los fieles. Jayo comenzó por el Catecismo. Después de la muerte de éste, Canisio puso al corriente de los deseos del Rey de Romanos a Ignacio, el que determinó que Laínez redactara la Suma Theológica, Frusio el Manual de Moral y Canisio el Catecismo. Este se puso al trabajo con muchas oraciones y consultó mucho, y después puso humildemente su libro a la aprobación de sus amigos de Alemania y de sus superiores de Roma. La Summa doctrinae christianae apareció en 1555. Esta obra será reeditada frecuentemente con gran furor de los herejes y gran provecho de los fieles.
     Tal era el hombre con el cual iba Nadal a tratar sobre los intereses de la Iglesia y organizar las obras de la Compañía de Jesús en Alemania.
     Ignacio había dado cuenta a Canisio de la misión de Nadal (41) y le había recomendado el que tratara con él todos los asuntos. La recomendación fue renovada más tarde, cuando ya Nadal estaba en el país. Canisio era lo bastante humilde para que hubiera de faltar a la obediencia. Sabía además que Nadal era hacía tiempo Vicario General de toda la Compañía. Cuando se encontraron estos siervos de Dios, no pudieron menos de estimarse mutuamente y ayudarse a maravilla. Canisio renovó en manos de Nadal el 9 de febrero de 1555, de acuerdo con la fórmula de las Constituciones, la profesión que hiciera en Roma el 4 de septiembre de 1549, y después se entregó a los negocios.
     Entre todos los príncipes o prelados que pedían el socorro de Canisio para su país, el duque Alberto de Baviera y Fernando Rey de Romanos eran los más insistentes. Bohemia y Moravia formaban parte de los Estados de Femando. Como consecuencia de los errores de Juan Huss, había gran turbación en las conciencias y en la vida pública. El Obispo de Laybach capellán de la Corte sugirió al príncipe erigir en el país un Colegio de jesuítas. En 1554 ya Canisio había sometido el proyecto a Ignacio, suplicándole enviase algunos Padres bien provistos de santa paciencia y de celo, no para discutir, sino para sufrir y edificar con sus ejemplos. Nadal envió a Canisio a Praga para la ejecución del proyecto. El Clero, Maximiliano, hijo del Rey, y el mismo pueblo acogieron con transportes de alegría al hombre apostólico (julio de 1555). Los sermones, de los que estaba desterrada toda controversia anti-husita, atraían a las multitudes. Así se estableció el primer contacto. En la cuaresma de 1556, Canisio volvió, predicó y enseñó el Catecismo. Su libro andaba en todas las manos. En abril los Padres enviados por Ignacio llegaron. El 6 de julio, el mismo día consagrado a la memoria de Juan Huss, se abrió solemnemente el Colegio, en el antiguo convento de San Clemente, cedido por los Padres dominicos. (43)
     En Ingolstadio, el paso de Canisio y de Jayo en 1550-1552 había dejado huellas profundas; el duque Alberto de Baviera, con sus instancias, había logrado que Canisio tratara de la erección de un Colegio al lado de la Universidad. Después de algunas discusiones por la modalidad de algunas cláusulas, y con la previa anuencia de Ignacio, se decidió la fundación. El contrato firmado por Canisio y los dos consejeros del Duque en Ingolstadio, fue enviado a Roma el 18 de diciembre de 1555 (44).
     De esas dos fundaciones, Nadal no conoció sino los proyectos, porque ya había salido de Alemania cuando se llevaron a cabo. En su viaje no vio sino la obra del Colegio de Viena, abierto en 1552. Había llegado a la ciudad el l° de mayo de 1555. Desde un principio pudo verificar cómo allí, del mismo modo que en otras partes, los herejes eran insolentes frente a unos católicos silenciosos. Por todas partes pululaban los libros heréticos. Los fieles y los sacerdotes los leían con gran daño de su fe, aun cuando trataban de precaverse contra el veneno del error. Laínez, escribió Nadal a Ignacio, debía establecerse en Viena, y así tendría tiempo para poner en orden y acabar sus escritos. El mismo dijo que en Italia donde le absorbían tantas relaciones y predicaciones, no podría jamás escribir un libro. En Viena, sí podría hacerlo, y además tendría allí un excelente impresor. (45) No se podría exagerar nunca el bien que haría en Alemania, exponiendo la verdad católica con fuerza y modestia; su misma presencia y sus ejemplos acreditarían más sus obras. Además los católicos imprimían poco y sus libros se encontraban difícilmente; esta era precisamente le excusa que daban los fieles, cuando se les reprochaba la lectura de los libros de los herejes. (46)
     Pero no teniendo a Laínez a su alcance, Nadal hizo lo que pudo. Instaló en Viena a un impresor católico, cuya casa se convirtió en una oficina del libro bueno. (47) Logró persuadir al historiógrafo del Rey de Romanos para que compusiera un compendio de historia eclesiástica, en el que mostrara la acción de los Concilios y de los Papas para la extinción de las herejías. Encargó a Canisio publicar un librito de los Evangelios y de las Epístolas de los Domingos, con algunas notas sobre los pasajes alterados por los herejes. Le instó a que preparase una segunda edición de su catecismo y trabajó con él en ella. Le sugirió también la redacción de un Compendio de Teología, siguiendo al dominico Viguier y a otros autores. Le hizo traducir al latín las cartas que llegaban de las Indias. En fin, antes de salir de la capital de Austria dejó una instrucción para obligar a los Padres a preparar una Universidad, que completando al Colegio y prolongando su acción, arrancara a la juventud de las garras de los falsos doctores del luteranismo. (48)
     El plan del Comisario era el de quedarse en Viena hasta el fin de julio, para volver a Italia, visitar algunos Colegios y regresar a Roma para el otoño. La muerte del Papa Marcelo II precipitó todo. Fernando, Rey de Romanos, renunció a su viaje a Viena y Nadal partió para Venecia. (49)
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     El Colegio de Venecia era una creación de Andrés Lipomano, prior de la Santa Trinidad. (50) Los jesuitas habitaban en una parte de su casa, y el jardín era común. Las intenciones del prior eran generosas, tanto como escasos sus recursos. Sucedió a veces que por toda comida enviara a los Padres un melón y un poco de pan. Nadal, que llegó allá el 4 de julio de 1555, juzgó que era preciso remediar aquella miseria sin lastimar la susceptibilidad del fundador, y permitió al rector P. César Helmio que aceptara algunas limosnas secretas, a fin de poder alimentar a su comunidad. Tenía en el Colegio unos cincuenta alumnos, inteligentes, estudiosos y dóciles. Sus ejercicios públicos causaban la admiración de la ciudad. Nadal no estuvo allí sino pocos días. En la comunidad había un hermano Arnoldo, flamenco, obstinadamente desobediente; Nadal lo envió por manera de penitencia en peregrinación a Roma. Expulsó de la Compañía a un cierto hermano Pedro, que confesó cínicamente no haber entrado en la Orden sino para estudiar durante dos años y abrirse después camino en la vida con su pequeño bagaje de conocimientos (51).
     En Padua el Colegio tenía pocos alumnos, de 50 a 60. Eran casi todos de familias poco acomodadas e interrumpían pronto sus estudios para dedicarse al comercio. Pero eran sencillos, laboriosos e inteligentes. Sus maestros vivían en paz y en grande actividad. Cuando Nadal llegó, la peste hacía estragos en la ciudad desde el mes de junio. Un edicto público había cerrado las escuelas. Los jesuitas se habían quedado y nunca tuvieron tanto trabajo en el confesionario. En noviembre el mal desapareció y las clases se abrieron de nuevo (52).
     En una aldea llamada Argenta, de seiscientos vecinos, había una escuelita. Nadal la vio y pensó que la obra podría progresar. Las gentes del país, al principio reservadas, se fueron suavizando y la mayoría se mostró favorable. La casa era miserable e incómoda. Pero había otra para alquilarse, y se esperaba que podía comprarse por 600 escudos, de los cuales 200 debían darse al contado. El Padre Pelletier que no tenia un centavo, contaba con poder reunir aquella suma tendiendo la mano al duque y la duquesa de Ferrara, al Cardenal Morone, a María del Gesso, mujer del tesorero general de Ferrara, muy devota de todas las obras de la Compañía. (53)
     En Ferrara misma, la munificencia del duque Hércules y de la Fattora (54) proveyeron a todo. La nueva casa era sana, bien colocada y cómoda; tenía una iglesia grande. Una sola dificultad se presentó: no se pudo encontrar en la ciudad quien se encargara de azotar a los alumnos recalcitrantes, y se vieron obligados a encargar a los mismos alumnos el castigarse mutuamente; y lo hicieron. Pero los padres de familia se quejaron. Y aquellas correcciones no bastaban, por lo demás, para mantener el respeto a los maestros y la perfecta sumisión. Nadal pidió consejo a Roma e Ignacio le respondió que lo pensaría. (55)
     En Módena las dificultades eran muy grandes. La casa alquilada para el Colegio era insuficiente y malsana. Los Padres se enfermaban frecuentemente; además el Concejo de la ciudad era opuesto a los jesuitas, y el Obispo, aunque muy amigo de ellos, no se interesaba por las escuelas. (56) Nadal llegó el l° de agosto de 1555, e inmediatamente decidió que o se compraba una nueva casa o los jesuitas tendrían que salir de la ciudad, aunque se quedaran dos obreros evangélicos. Para arreglar mejor el asunto fue a hablar con el duque Hércules a Ferrara. Este escribió al gobernador de Módena una carta urgente. Acompañado por el P. Pelletier, rector de Ferrara, Nadal volvió a Módena, para buscar la casa ideada, y creyó que la había encontrado cerca de la residencia de los Hermanos predicadores. Si el duque concedía una parte del foso de la antigua muralla y si los dominicos quisieran cambiar por esta parte del foso una parte de su jardín, las cosas se arreglarían; y tanto el duque como los dominicos consintieron en ello. Cuando escribió a Ignacio todas estas noticias, Nadal estaba lleno de esperanzas. (57) Pero una vez que él partió, todo se vino abajo. El duque Hércules era tan fiel como generoso; pedía únicamente que el día del aniversario de la donación, los Padres recitasen los siete salmos penitenciales con las letanías de los Santos por las intenciones de su Alteza. Pero el Concejo de la ciudad, al emprenderse los primeros trabajos, intervino furioso y declaró inválida la concesión ducal, porque la muralla pertenecía a la ciudad y no al duque. Un mal intencionado añadió a esta chicana una pesada broma: los cimientos, cavados para la edificación de la casa de los jesuitas, fueron rellenados completamente. El duque Hércules en vano manifestó su disgusto, los concejales citaron a los jesuitas a comparecer ante el Concejo y les reprocharon el ser extranjeros e intrusos. El rector del Colegio se contentó con responder: “¿Si os dejamos este terreno en litigio, nos daréis otro?” Los magistrados se callaron; su mala voluntad era evidente e irreductible. Por otro lado los Hermanos Predicadores, que habían consentido en el trueque de la parte de su jardín contiguo a la posesión ducal, acabaron por rehusarla haciendo valer sus privilegios. Así que, a despecho de la gran amistad de que daba muestras a los jesuitas, el duque Hércules aconsejó que se dejara todo en suspenso. (58)
     Cuando iba a Alemania en compañía de Laínez, Nadal había pasado dos días en Bolonia. Se trataba entonces de pasar el Colegio a una casa vecina de la iglesia de San Andrés. Las rentas de esta iglesia pertenecían a la Catedral, pero Julio III había cedido la aplicación de este beneficio al Colegio. Murió el Papa antes de la expedición del Breve Pontificio y todo se quedó en suspenso. Nadal pensó, dadas las dificultades que surgieron en Bolonia respecto a la cesión del beneficio, que se debía conservar el antiguo domicilio de Santa Lucía. No era comparable, ni mucho menos, con el que se hubiera tenido en San Andrés, pero la paz merecía ese sacrificio; y por otra parte, los propietarios de las casas vecinas estaban dispuestos a venderlas para dar a los Padres local suficiente para las clases. Nadal no quería construcción nueva sino una simple adaptación de las casas compradas. Comenzados los trabajos, las paredes maestras se vinieron abajo y el arquitecto juzgó que no había mas remedio que echar todo por tierra para edificar de nuevo. El rector de Bolonia, P. Francisco Parmio, encontró entre los amigos del Colegio los 700 escudos necesarios para los gastos de la construcción imprevista (59).
     En Génova se habían producido algunos choques entre el Rector Antonio Soldevilla y el superintendente Juan Bautista Viola. Ignacio enterado por Viola del asunto, reemplazó a Soldevilla por el padre Loarte. Este, en un principio, triste por las dificultades que tenía, poco a poco se fue alentando. La situación sin embargo no era muy placentera: la iglesia del Colegio había sido recobrada por la Cofradía que antes cedió el uso de ella, la casa era incómoda y ruinosa, los recursos insuficientes y precarios. El Arzobispo Sauli ofrecía dar una renta anual, (60) pero todo quedó pendiente cuando Nadal salió de Genova, hacia mediados de diciembre de 1555.
     Por todas partes la cuestión financiera era deplorable. En Alemania el Rey de Romanos y el Duque de Baviera rivalizaban en celo y proveían en teoría a la fundación de los Colegios; pero la ejecución de las promesas costaba gran trabajo. Los jesuitas debían debatirse con los agentes del tesoro, quienes se quejaban de las deudas públicas y alegaban los gastos que se tenían que hacer en la preparación de la guerra contra los turcos. (61)
     En Barcelona, Nadal había determinado que se viviera de limosna, con fervor de caridad, hasta que se hubieran obtenido las rentas de una Abadía para el Colegio. (62) En Córdoba, a pesar de un contrato hecho con la ciudad, y la buena voluntad de Juan de Córdoba y de su hermano Antonio que era jesuita, muchas rentas se quedaban in spe. (63) El Doctor Vergara ayudaba mucho al Colegio de Alcalá y el P. Villanueva desplegaba gran actividad; sin embargo la casa tenía cerca de 500 ducados de deudas; el Provincial P. Araoz discutía sobre una suma de 80,000 maravedíes que se querían distraer de Oñate; el Obispo de Esquilache no daba los 200 ducados de pensiones que había ofrecido; el conde de Melito había suspendido sus generosidades, y el Doctor Vergara no había aún resignado el beneficio prometido. (64) En Salamanca se había tenido mucho trabajo en obtener los 150 ducados anuales prestados por el Cardenal de Burgos, Mendoza, y el resto de los recursos provenían de limosnas aleatorias. (65) En Compostela la generosidad del Conde de Monterrey y del Arzobispo facilitaban las cosas, pero era difícil conservar en la acción y le enseñanza la libertad que requieren las Constituciones de la Orden (66). Con el Cardenal Infante Don Enrique se tenían las mismas dificultades en Evora. (67) Al P. Domenech en Valencia se le tenía al mismo tiempo muy apretado y malamente proveído. (68) En Valladolid la casa era miserable y no se veía quién pudiera ayudar a la fundación del Colegio. En Medina sólo se contaba con limosnas para edificar. (69) En Burgos y en Cuenca los bienhechores se veían estorbados para obrar, por sus propias familias (70). Por tantas cosas tan mezquinas, Nadal se vio obligado a deliberar seriamente con San Francisco de Borja sobre los medios generales de asegurar a los Colegios recursos fijos, y acabó por proponer éste: obtener del Rey de España algunas rentas fijas y perpetuas sobre las Abadías cuya nominación le pertenecía, y autorizar a los escolásticos de la Compañía, antes de que hicieran sus últimos votos, a poseer beneficios eclesiásticos, con la clausula de dejar las rentas a disposición de los Superiores. (71)
     Los presupuestos italianos no estaban menos en quiebra como hemos dicho. En revancha las conciencias por todas partes eran ricas en virtudes.
     La tempestad desencadenada en Portugal, había dejado en medio de una atmósfera purificada a aquellos hombres resueltos a vivir una vida intensa y perfecta. En España el P. Araoz había recibido una advertencia para que refrenase su afición a mezclarse en negocios profanos. Al P. Estrada, que pedía se le diese tiempo para estudiar después de haber predicado tanto, Nadal le aminoró sus ocupaciones como Provincial a fin de dejarle algún tiempo libre; el P. Torres era un modelo de firmeza y abnegación. (72) En Alcalá, el P. Villanueva autorizaba fervores indiscretos: seis horas de sueño solamente, dos ayunos por semana, una hora de oración por la tarde además de la de la mañana, visitas al Santísimo de un cuarto de hora después de cada comida. El Comisario puso a todo esto un diapasón. (73)
     En Alemania, la Compañía apenas comenzaba. Al lado de Canisio, Lanoy, Gouda y Jayo no había casi jóvenes religiosos. Eran 36 en Viena, porque se habían reclutado algunos jesuitas recientemente. Todos ellos oyeron los Comentarios del P. Nadal sobre el Instituto y renovaron sus votos con el mayor gozo espiritual. (74) En todos estos países donde los herejes abundaban y eran emprendedores, pocos los sacerdotes y poco virtuosos, la lectura tenía gran importancia, porque los detestables libros de los herejes andaban en todas las manos. En las Universidades por donde pasó Nadal quemó todos los libros heréticos y apartó los sospechosos. (75) El Rey de Romanos y el Obispo de Laybach querían instantemente las Misas cantadas y las visperas también cantadas en Viena; pero Nadal las suprimió en principio, y decretó que no se cantaran las vísperas más que en los días de fiesta. La Misa del domingo sería cantada por un sacerdote secular y algunos coristas. Con el mismo espíritu redujo el tiempo consagrado a la oración: media hora por la mañana y dos exámenes de un cuarto de hora a mediodía y por la noche, y nada más.
     En todas estas casas la espiritualidad de los Ejercicios y la fórmula del Instituto contenida en la Bula de Paulo III eran el alma de la vida religiosa. Aquellos superiores que habían vivido en Roma algún tiempo al lado de Ignacio tenían además como norma de su conducta lo que habían visto en él y las respuestas que habían recibido de él en sus dudas. La iniciativa de hacer unas reglas nuevas, tomada por Rodríguez en Portugal, parece una excepción. (77) En adelante habría en todas partes un mismo orden común, un estatuto escrito, y los empleos eran precisos y las obligaciones bien claras. Nada de penitencias indiscretas, ni de largas oraciones como se había hecho en Alcalá y en Gandía; nada de la comodidad e independencia que el débil gobierno de Simón Rodríguez había dejado introducirse en Portugal. El espíritu apostólico por doquiera era inflamado, lo mismo que el espíritu de abnegación y de obediencia.
     Al mismo tiempo que la disciplina religiosa y las finanzas, el Comisario no dejó de arreglar los estudios. Fue él quien estableció conforme a sus recuerdos de la Universidad de París, el orden de los estudios en Messina en 1548 (78). Y en todos los Colegios que visitó en Alemania como delegado de Ignacio, estableció el mismo orden. Era de parecer que para Alemania se necesitaba abrir clases para enseñar a los niños pequeños a leer y escribir, a fin de arrebatarlos a los avances de los herejes, y así lo hizo en Viena, donde el P. Jonás Adler gobernaba alegremente a ochenta chiquitines, y dice el Visitador que “era un gran consuelo el ver a aquellos angelitos, arrancados de ese modo al demonio.” (79)
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     En los dominios flamencos de la Corona Española los comienzos de la Compañía se señalaron, como hemos dicho, por un sinnúmero de dificultades y contradicciones (80). Allí, lo mismo que en los países del Rhin, la situación financiera era incierta.
     En Lovaina, los Padres habitaban en una casita alquilada. (81) La buena voluntad de una parienta del P. Canisio, que quería fundar un Colegio en Nimega, era estorbada por un hermano suyo, y éste arrastró a la oposición a los concejales, quienes ya se inclinaban a la fundación en vista de los trabajos de los religiosos en la ciudad. (82) En Colonia, el favor del Canciller Gropper, las cartas de recomendación del Rey de Romanos al Senado y la fiel amistad del Prior de la Cartuja, no pudieron vencer la fría indiferencia de los habitantes de la ciudad. (83) El P. Adriaenssens y sus tres compañeros de Lovaina vivían con 150 florines de renta anual y algunas escasas limosnas. (84) El P. Oliver y sus dos compañeros en Tournai, se alimentaban con las rentas de un canonicato del P. Quintín de Charlat. (85) Sobre esto, el Obispo de Cambray no quería ni oír hablar de los Jesuitas. El ruido de las oposiciones encontradas en Zaragoza, se extendió por todos los Países Bajos. (86) Carlos Quinto no había aún autorizado la Compañía en Flandes, y la resignación que acababa de hacer de todos sus Estados (25 de octubre de 1555) en favor de su hijo Felipe, dejaba el asunto a la decisión del Príncipe.
     Para tratarlo, Ignacio escogió como negociador al P. Pedro de Rivadeneyra (1555). Este tenía entonces 29 años, había sido consagrado sacerdote hacía dos años y sólo tenía quince años de haber entrado en la Compañía. Sus estudios los hizo en París, en Lovaina y en Padua, y después enseñó en el Colegio de Palermo. En sus Confesiones da a entender que no había en él nada que lo designara para ese cargo, pero que su única confianza estaba en las sabias instrucciones y en las oraciones de Ignacio. (87)
     Ignacio ciertamente había fijado su elección en septiembre, y Polanco anunciaba entonces al P. Kessel un pronto arreglo del asunto. (88) El 20, las Casas de Colonia, Tournai y Lovaina fueron avisadas de la misión del Comisario, que iba provisto de todas las patentes necesarias para acreditarlo; se alababa en ellas la integridad de su vida, su doctrina y celo por la salvación de las almas. (89) Se dirigió por Bolonia, Spira, Colonia, Aquisgrán, y llegó sin novedad a Lovaina el 7 de diciembre. En su viaje de seis semanas, sus temores habían sido a veces muy vivos, temores de lo desconocido y de los bandidos, pero la Providencia había sido muy buena. En Colonia notablemente estaba como encarnada en la caridad de los Cartujos y del P. Leonardo Kessel, que gobernaba el pequeño núcleo de Jesuitas en la ciudad. (90)
     Desde su llegada a Lovaina, Rivadeneyra fue invitado a predicar en latín a los estudiantes de la Universidad. La fama del éxito de sus sermones llegó hasta Bruselas. El joven predicador fue llamado a predicar en la Corte, en español, el día de la Epifanía. El plan de acción trazado por Ignacio de Loyola antes de la partida de Rivadeneyra se desarrolló al pie de la letra. Dios ayudó ciertamente, y el P. Rivadeneyra hace muy bien en afirmarlo en sus Confesiones; (91) pero por sus cartas se ve, que con la acción simultánea del P. Olivier, él trabajó como debía hacerlo. (92)
     El príncipe Felipe, nuevo Soberano, era muy joven; las oposiciones eran fuertes y databan de larga fecha; (93) el negociador joven también, desconocido y sin autoridad. Felizmente, en Bruselas Gómez de Figueroa, duque de Feria, tenía a la vez la confianza del príncipe y una amistad sincera y profunda por los Jesuitas, (94) y todo se pudo arreglar. Rivadeneyra habló con Ruy Gómez, después escribió una hermosa súplica (95) para presentarla al Rey, en Amberes, el 15 de febrero de 1556, juntamente con cartas de Ignacio a Su Majestad. Felipe escuchó todo con gran atención y prometió una respuesta. (96) Esta tardó algunos meses a causa de la resistencia de Granvela y de Zwichen. Sin embargo, según frase del mismo Rivadeneyra, por ese Josué que era el duque de Feria y ese Moisés que era San Ignacio, la difícil batalla fue ganada. Ayudaron también unas cartas de Francisco de Borja y de las dos hijas de Carlos V, Juana de Portugal y María de Hungría, y un nuevo memorial redactado en francés por el P. Olivier. (97)
     La misma víspera de la muerte de Ignacio, Rivadeneyra compareció ante el presidente del Consejo privado, Viglius van Zwichen, que tenía la comisión del rey para decidir la aprobación de la Compañía en los Países Bajos. El joven Jesuita sabía cuán puntilloso era este legista; pero tenía confianza en el duque de Feria y en el Decano de la Facultad de Teología, Ruard Tapper, para él muy favorables. Las conferencias duraron dos días. Finalmente Zwichen se encastillaba en tres objeciones: la facultad de predicar sin ser invitado por los Obispos y otros sacerdotes, invertía la jerarquía; la exención de la autoridad episcopal excitaría los celos de los religiosos no exentos; y asegurar rentas perpetuas a los Colegios caía fuera del poder real, si no consentían en ello las ciudades. Rivadeneyra convino en el tercer punto; pero acerca del segundo y el primero explicó que los Jesuitas no tenían la costumbre de usar sus privilegios contra la voluntad de los Obispos. En vista de lo cual Zwichen invitó a Rivadeneyra a comer con él en compañía del decano Tapper y del Inquisidor de los Países Bajos. Mientras que en la conversación cordial de esta comida todo anunciaba una conclusión favorable, Ignacio de Loyola estaba tendido en su lecho de agonía. Murió al día siguiente, 31 de julio. El 8 de agosto el rey Felipe anotó la súplica del P. Olivier, el 20 de agosto y el 14 de octubre firmó la patente que autorizaba a la Compañía en los Países Bajos. (98)
     Mientras que se debatía este grave asunto, el P. Rivadeneyra no había hechado en olvido su carácter de promulgador de las Constituciones.
     Desde el primer día el P. Adriano Adrienssens, que era superior de los jesuitas en Lovaina, manifestó sus temores de que el Comisario viniera a revolucionar todo. Rivadeneyra declaró que sus intenciones eran más pacíficas; hablaría de acuerdo con su comisión, y si el superior era de otro parecer que el suyo, escribiría a Roma, en donde se decidiría finalmente. Evidentemente este joven jesuita de treinta años era un hombre prudente. Adrienssens se calmó (99). Pero este apaciguamiento no suprimió ciertas dificultades interiores. Había allí cuatro religiosos, de los que dos no tenían dirección alguna en sus estudios y los otros dos ninguna noción de obediencia. El superior mismo, hombre de celo, no sabía gobernar y entendía a su modo el ministerio sacerdotal. (100) Sólo el P. Bernardo Olivier tenia todas las cualidades de un buen jesuita y aun de un Provincial (101) pero desgraciadamente había muerto aquel año mismo. Desde el principio, Rivadeneyra consagró sus esfuerzos a la aprobación de la Compañía, aunque por otro lado esperaba aun el texto latino de la 3a. parte de las Constituciones que Polanco debía enviarle. Mientras tanto predicaba en latín y en español en la Universidad de Lovaina, y sus oyentes estaban tan encantados que le pidieron la impresión de sus sermones y que diese clases de elocuencia sagrada a los estudiantes de Teología. (102) Muchos españoles tenían grandes deseos de entrar en la Compañía, entre otros Diego de Ledesma, muy instruido y que tenía ya algunas obras listas para la impresión. (103) En Tournai, Rivadeneyra encontró una encantadora comunidad en tomo del P. Quintín Charlat. Todos trabajaban mucho y animaban a los católicos. Se hacía sentir grandemente la necesidad de dar a éstos una buena dosis de valor, porque el número y la audacia de los herejes los habían intimidado. Gracias al celo de los Padres, la oración y la frecuencia de sacramentos volvieron a estar en honor. En Tournai como en Colonia, los Cartujos eran grandes amigos de los jesuítas. (104) Desgraciadamente el P. Quintín Charlat, alma del grupo de Tournai, murió el 22 de julio. (105)
     No tenemos todas las cartas de Rivadeneyra, pero por las que conservamos parece que su misión acerca de las Constituciones no tuvo el éxito deseado, Algunas veces escribe a Ignacio que era preciso esperar una ocasión favorable; (106) que los de Colonia ya habían recibido de Salmerón todas las explicaciones deseables, y que personalmente no ve qué otra cosa podrá hacer en los Países Bajos, sino es tal vez predicar en Lovaina. (107) Después de la muerte del P. Olivier, al que había dado su voto para Provincial y en el que tenía grande confianza, parece el Comisario un poco desanimado, y se lamenta de no poder escribir todo lo que piensa. (108) Finalmente la verdad aparece en estas líneas significativas: “En cuanto a las Constituciones, mis alas se rompen lo mismo que mi corazón viendo la poca disposición que hay aquí para recibir y guardar las Constituciones como convendría; es en Colonia donde he encontrado mejor buena voluntad”. (109) Se comprende así por qué el Comisario suspiraba por la venida de Salmerón, esperando sin duda que por su presencia y su autoridad, éste podría organizar a aquella provincia flamenca, aún en estado caótico.
     De hecho Salmerón fue designado como teólogo del Cardenal Legado enviado a Flandes por el Papa con el fin de afirmar la paz entre España y Francia. Según las instrucciones recibidas de Ignacio, Salmerón debía proclamar a Olivier provincial, tanto más cuanto que había recibido el sufragio de todos sus colegas. (110)
     La muerte de Olivier, la muerte de Ignacio y la vuelta de Rivadeneyra a Roma pusieron fin a las tribulaciones y misión del Comisario.
     En el entretanto Nadal había vuelto a España. Su misión consistía entonces principalmente en colectar recursos para el Colegio Romano. Su autoridad estaba limitada en España por la de Borja y en Portugal por la de González de Cámara. Así que al mismo tiempo que se debía dar cuenta de las cosas, no podría hacer nada sino de acuerdo con aquellos Padres, en quienes Ignacio tenía la más absoluta confianza. (111) De hecho la correspondencia de Nadal, hasta la muerte de Ignacio, no contiene nada de notable sobre la situación de España sino es el deseo inmenso que manifiesta tener de trabajar, si en ello se le emplea, en la salvación de Alemania. (112)
     Por todo lo que hemos referido hasta aquí se puede uno dar cuenta de que Ignacio seguía siendo el alma viviente de su Orden. En vano delegaba su autoridad en toda plenitud en hombres de su confianza. Rivadeneyra, Nadal mismo no harán nada que sobrepase los límites de su mandato, y si tienen algunos planes de acción los someten humildemente y se inclinan ante las decisiones recibidas de Roma.
     En cuanto a la Compañía de Jesús, permanece más o menos, teniendo en cuenta los lugares y los hombres, en la misma línea trazada por el fundador; pero la buena voluntad es grande en todas partes. Durante trece o catorce años, la Orden vivió conforme a su fórmula de 1540 que dejaba mucho por determinar. Ignacio suplió esta indeterminación por decisiones particulares que se multiplicaban según las necesidades. A medida que el número aumentaba y que las empresas apostólicas se extendían, la dificultad de reducir todo a la unidad en un gran cuerpo se manifestaba mayor. El texto del Código redactado por Ignacio y los comentarios que de él hizo Nadal hicieron por fin patente y clara en todas partes la idea del fundador.
     Sólo Francia en Europa no recibió la visita de Nadal. Los jesuitas eran allí poco numerosos y en una posición legal que no agradaba al Parlamento. No fue sino después de la muerte de Ignacio cuando Laínez y Nadal arreglaron en París todo lo conveniente.
     Los religiosos dispersos en las misiones lejanas no conocieron las Constituciones sino más tarde. Las cartas, como los hombres, entonces viajaban muy lentamente y con peligro de extraviarse. En aquellas tierras nuevas, en aquel aislamiento, en medio de dificultades que Europa no conocía, aquellos valerosos obreros del Evangelio vivían de la fuerte espiritualidad de los Ejercicios y de aquella “ley interior de la caridad y el amor que el Espíritu Santo imprime en los corazones” generosos y rectos. El ejemplo de los superiores completaba esta resolución para el heroísmo.
     Antes de afrontar la dura misión de Etiopía de la que será el Patriarca, Juan Núñez se entregó durante seis años, en Marruecos, al rescate de los cautivos cristianos reducidos a la esclavitud por los musulmanes. (113) Jorge Vaz murió de las fatigas soportadas en las devoradoras tierras del Congo. Y si Diego Díaz y Cristóbal Ribeyra obraron más como traficantes que como misioneros, Cornelio Gómez y Fructuoso Noguera se mostraron superiores a todas las debilidades humanas. (114)
     En Brasil, la penetración portuguesa era más grande; los misioneros por consiguiente podían ser más numerosos y más activos. Ora se tratara de evangelizar a los portugueses o de enfrentarse con los antropófagos, el P. Manuel de Nobrega era el primero en el trabajo, el peligro y la oración; en el alma de este apóstol se unían las ambiciones conquistadoras de los gentilhombres de su raza y el ardiente celo de un Javier. Cuando Ignacio, en 1553, lo nombró Provincial del Brasil, no hizo más que consagrar con un título la superioridad que ya Nobrega tenía por su inteligencia y su virtud. Este grande hombre era digno de mandar a unos valientes como Antonio Correa y Juan de Souza, quienes en la Navidad de 1554 sucumbieron bajo la lluvia de flechas de los salvajes brasileños. (115)
     En las Indias, Antonio Criminali había regado con su sangre la tierra del Cabo Comorín. (116) En 1552, Francisco Javier antes de morir había designado como su sucesor en el cargo de Provincial a Gaspar Barceo y en su defecto a Manuel Morales. Morales murió agotado por el trabajo dos meses antes de aquel a quien debía reemplazar. Había llevado el Evangelio a Ceylán, y cuando volvió a Goa en 1553, fue para tomar sobre sí, sin cuidarse para nada, el cargo de las predicaciones y confesiones, bajo cuyo peso cayó aplastado. (117) Barceo era la misma elocuencia; sus sermones, que multiplicaba sin cansarse, removían y cambiaban las almas; tal parecía que no tenía cuerpo y que encontraba reposo en un redoblamiento de actividad. El 6 de octubre de 1553, cuando explicaba en la Catedral de Goa el evangelio del domingo, no pudo acabar ya su discurso; transportado al Colegio, no tardó en rendir el último suspiro, el día de San Lucas Evangelista. (118) Antes de su fin, advirtió al Padre Melchor Núñez que sería provincial en su lugar, según el voto de Javier. Llegado éste a Goa después de la muerte de Barceo, por los consejos de los más autorizados partió para el Japón. (119) Contrariado por los vientos y por los hombres, este viaje que duró más de dos años tuvo sus recompensas divinas: Núñez tuvo el consuelo de ver en Sanchoan la tumba de Javier. (120) Fue el primero de todos los Jesuitas que penetró en China y se detuvo algún tiempo en Cantón; (121) su viaje al Japón, que acabó por lograr, le dio al menos el consuelo de saber el heroísmo del P. Cosme de Torres, en medio de la devastada cristiandad de Bungo. (122) Desaprobado por San Ignacio por haberse ido tan lejos de su Provincia el primer día que recibió el cargo, (123) no dejó de mostrar sin embargo, en medio de dificultades imprevistas, una paciencia, una confianza en Dios, un ardor angélico dignos de su hermano el santo Patriarca de Etiopía. Gonzalo de Silveyra, a quien Ignacio había enviado a las Indias, como Provincial, (124) se había ya señalado en Lisboa como un hombre un gobierno.
     Tales son los jefes de estas expediciones apostólicas, cuyo relato dinfundido por Europa en todas las casas de la Orden, excitaba en los noviciados una santa rivalidad, edificaba a los amigos de la Compañía, regocijaba el alma de Ignacio y daba a los Papas el sentimiento de una revancha contra las conquistas protestantes.


1.- Epist. Nadal, I, 1-19.
2.—Id. I, 134-341.
3.—Cron. III, 427-442.
4.—Id. III. 439 Ep. Nadal I. 145; Ep. el Instr. V, 7-8, 13-15.
5.—Ep. Nadal, I, 765, 776-778.
6.—Id. 186.
7.—Id. 789-795.
8.—Id. I. 760-761.
9.—Id. I, 176, 178, 181, 194, 212, 222, 238.
10.—Cron. II, 526.
11.—Id. II, 529-543.
12. Id. II, 544-550.
13.—Cron. II, 690, 694, 698, y sobre todo 700-701.
14.—Ep. mixt. III, 33-34, Carta de González de Cámara del 6 de enero 1553.
15.- Primero el P. Mirón Provincial y otros padres fueron de parecer que por consideración a Rodríguez no viniese el P. Torres; pero cuando las cosas empeoraron llamaron a dicho Padre. Torres llegó en julio, después partió para Compostela, para volver en noviembre a Lisboa.
16.- Ep. mixt. III, 32.
17.—Ep. Nadal, I, 174.
18.—Id. I, 197-200.
19.- Cron. III, 394.
20.- Id. III 403.
21.- Ep. Nadal, I, 181.
22.- Astrain I. 409-410.
24.—Ep. Nadal, I, 150-162.
25.—Id. I, 231-232.
26.—Id. I, 234; Lit. quadr. II, 629; Astrain I, 399.
27.—Ep. Nadal, I, 242, 248; Astrain, I, 406.
28.—Ep. Nadal, I, 261; Astrain, I, 405.
29.—Ep. Nadal, I, 265; Suau op. cit. 270-279.
30.- Ep. Nadal, II 28; Astrain, I, 406.
31.- Ep. et instr. VII, 676.
32.- Id. VIII, 42-43.
33.- Id. VIII, 266
34.- Id VIII, 270; Ep. Nadal, I, 279.
35.—Jd. I, 282.
36.—Id. I, 287.
37.—Id. I, 286-297.
38.- Id. loc. cit.
39.- Id. I, 294-296.
40—Id. I, 297.
41.—Ep. et lnstr. VIII, 402.
42.—Id. VIII, 623.
43.- Cron. V, 247-254; L. Michel Le B. Pierre Canisius, 156, 163, 165.
44.- Id. op. cit. 190; B. Duhr, Geschite der Jesuiten, I, 55, 61-91.
45.—Ep. Nadal, I, 305.
46.—Id. I, 309.
47.—Id. I, 309.
48.—Id. I, 310; Cron. V, 271, 274.
49.—Id. V, 246.
50.- este priorato pertenecía a la Orden Teutónica.
51.- Ep. Nadal I, 317, Cron. V, 163, 165, 168-170.
52.- Id. V, 159-164.
53.—Ep. Nadal, I, 327.
54.—Mujer del Fallore o Tesorero general.
55.—Ep. el Instr. IX, 602.
56.—Cron. V, 142.
57.—Ep. Nadal, I, 328, 329.
58.- Cron. V, 147; Ep. Nadal, I, 328-329.
59.- Id V, 125-128.
60.—Ep. Nadal, I, 332, 334-336, 337-339, 340.
61 .—Cron. V, 254, 256.
62.—Ep. Nadal, I, 151.
63.—Id. I, 223.
64.—Id. I, 236-238.
65.—Id. I, 256.
66.—Id. I, 257.
67.—Id. I, 180.
68.—Id. I, 168.
69.—Id. I, 257.
70.- Id. I, 157.
71.- Ep. Nadal I, 231.
72.- Id I, 248, 252
73.- Astrain. I, 597.
74.- Ep. Nadal  I, 308, 311-312.
75.- Id. I, 312
76.—Id. I, 312.
77.—Roder, Ep. 822-963.
78.—Braunsberger, Canisii Epist. I, 288; Ep. Nadal I, 54.
79.—Id. I, 311.
80.—Sobre estos principios ver A. Poncelet, Hist. de la Comp. en los Países Bajos., I, 44-59, 78-85.
81.- Cron. V, 274.
82.- Id. V, 278-279.
83.- Id. V, 287.
84.- Id. V, 299.
85.- Id. 318; Poncelet, op. cit. I, 60-74.
86.- Cron. V, 317.
87.- Rivad. Mon. I, 59; Poncelet, I, 85-108.
88.- Ep. et Instr. LX, 587.
89.- Id. X, 12.
90.—Riv. Mon. I, 59-61.
91 .—Id. I, 61.
92.—Id. I, 125.
93.—Cron. II, 15, 219, 294; IV, 281, 286; VI, 436, 456-457.
94.—Riv. Mon. I, 63.
95.—Ep. et Instr. X, 704-719.
96.—Cron. VI, 441; Riv. I, 152, 157.
97.—Riv. I, 63; acerca de la oposición de Viglius y Granvela y el nuevo memorial del P. Olivier, ver Poncelet, op. cit. I, 93-98; 101-103.
98.- Id. I, 180; Poncelet. I, 107-118.
99.- Riv. Mon129-130.
100.-Id. I, 131.
101.- Id, I 132, 143.
102.—Id. I, 172.
103.—Id. I, 173.
104.—Id. I, 176.
105.—Id. I, 179.
106.—M. I, 187.
107.—Id. I, 188.
108.—Id. I, 190.
109.—Id. I, 194.
110.- Ep. et instr. XI, 422, 426, 552, 569. 
111.- Id. X, 14, 16, 19.
112.- Id Nadal, I, 344.
113.—Cron. II, 379; III, 442-448; IV, 567-571.
114.—Id. II, 385; III, 447-455; IV, 601-610, 611-632.
115.—Id. IV, 631.
116.—Id. I, 469.
117.- Id. III. 487.
118.- Id. III, 485-486.
119.- Id. IV, 650.
120.- Id. V, 715.
121.- Id VI, 716-718.
122.- Id. VI, 823.
123.- Ep. et Instr. XII, 512
124.- Id. VI, 828.

P. Pablo Dudon S. J.
SAN IGNACIO DE LOYOLA.

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